/// Wild Tracks - Landscape Photography by Eduardo Gallo

WILD TRACKS

Pasión por la Fotografía de Paisajes

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Reserva Bosque Nuboso Santa Elena, Costa Rica

Marzo 2013

Reserva Bosque Nuboso Santa Elena, Costa Rica

Canon 5D MkII & EF 24-105mm f/4L IS USM, 1.5s f/8 ISO400 @32mm

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MÚSICA

Los bosques nubosos representan aproximadamente el 1% de la superficie arbolada del planeta. Situados en los trópicos (por debajo de los 25 grados de latitud), estos bosques húmedos de hoja perenne están generalmente inmersos en nubes que no sólo humedecen las copas de los árboles sino que muy a menudo también llegan a nivel del suelo. Aunque los bosques nubosos pueden crecer a altitudes de entre 500 y 4000 metros, generalmente están restringidos a una estrecha banda de altitud en la ladera de montañas más altas, las cuales bloquean el viento y ayudan a atrapar las nubes.

Las condiciones dentro de los bosques nubosos son sorprendentemente estables, ayudados por la omnipresente niebla que a menudo difumina las copas de los árboles, impide que la luz del sol llegue al bosque, y mantiene la temperatura a unos niveles agradables (entre 8 y 20 grados). Las plantas obtienen la mayor parte del agua que necesitan no de la lluvia, sino de la misma niebla, que se condensa en las copas de los árboles y poco a poco gotea hasta el suelo.

Yo había leído acerca de los bosques nubosos antes de viajar a Costa Rica, y por lo tanto estaba al tanto de la mayor parte de los datos anteriores, pero aún así una vez allí me quedé gratamente sorprendido. Muy gratamente sorprendido. Los bosques nubosos le provocan a uno un efecto fascinante; puede que sea la humedad, el tremendo tamaño de los árboles, la niebla que lo empapa todo, o la sensación de estar en un bosque primario, pero uno simplemente se encuentra a gusto aquí, en paz con uno mismo y con el bosque. Yo diría incluso que uno se siente parte del bosque. Pero hay algo más. Al fin acabé pasando unos cuantos días en los bosques nubosos de Costa Rica, caminando en Santa Elena, mochila a la espalda y machete en mano para llegar a una cabaña remota en los bosques salvajes que rodean Monte Verde, y trepando hasta Cerro Chirripo, donde el amanecer le saluda a uno a 3800 metros con el Caribe y el Pacífico a la vista simultáneamente. Y por supuesto que recuerdo la paz y la serena belleza de los bosques. Pero recuerdo la música incluso más. La música hipnotizante sin fin que pertenece a estos bosques tanto como, si no más, que la mismísima niebla. Volúmenes distintos, tonos distintos, melodías distintas, artistas distintos. A algunos de los cuales pude ver, volando de árbol a árbol. Y a muchos más no pude. De todos los tamaños y colores. Desde los diminutos colibríes que estaban por todas partes, pasando por los sagrados quetzales a los que veneraban los mayas, hasta las poderosas águilas arpías, capaces de aplastar la calavera de los monos antes de arrastrarlos a sus nidos. Una sinfonía sin fin que todavía hoy puedo escuchar en mi cabeza como si estuviese allí mismo. Una melodía maravillosa que resuena entre los árboles y la niebla, imposible de replicar en ningún otro lugar.

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