Septiembre 2015
Parque Nacional de Kings Canyon, California, EE.UU.
Canon 5D MkII & EF 24-105mm f/4L IS USM, 1/60s f/8 ISO400 @24mm
En la naturaleza las mejores fotos a menudo ocurren cuando uno menos se lo espera. Había sido un día largo, duro para mi cuerpo y no demasiado amable con mi estado de ánimo. Las grandes distancias y los largos ascensos suelen tener estos efectos, especialmente cuando se combinan con un sol implacable y el aire fino de las cumbres de Sierra Nevada. Al atardecer lo único en lo que podía pensar era ese pequeño círculo azul en el mapa en el que había planeado pasar la noche. Muy lejos y muy arriba un par de horas antes, más cerca pero todavía doscientos metros más alto a esta hora. No estaba demasiado seguro de si tendría el tiempo necesario para llegar al lago, poner la tienda, y disfrutar de la cena antes de que el sol se despidiese, y deseaba llegar allí lo antes posible para quitarme la mochila, acampar, y relajarme un poco.
Y entonces me dí cuenta de los árboles que había al lado del camino. Árboles robustos. No reconocí la especie, pero sabía que eran distintos de todos los que había visto en los días anteriores; gruesos pero no altos, lo que se traduce en avanzada edad y clima alpino, separados entre sí por al menos diez metros, lo que es sinónimo de terreno rocoso y poco nutritivo, y con una hermosa corteza roja cuya textura se acentuaba con el ángulo bajo del sol. Y aquí vino el dilema habitual. Parar o no parar. Cuando uno está exhausto, lo último que quiere es quitarse la mochila, abrirla, sacar la cámara, poner el trípode, y darse cuenta cuando pone el ojo en el visor de que no merece la pena. Y tener que empaquetar todo otra vez y subirte la mochila a los hombros para emprender la marcha, no muy contento con el tiempo y la energía desperdiciadas. Pero no esta vez. Lo supe tan pronto como empecé a buscar composiciones entre los árboles. Acabé pasando un buen rato sacando fotos a izquierda y derecha, y sólo entonces proseguí hacia el lago, tarde pero contento.
